Las primeras playas que poblaron mi infancia eran de una arena tan blanca como el azúcar y sus frías aguas me hacían tiritar. Allí forjé mis primeros castillos en el aire. Recordé para siempre el olor de las algas, el fuerte oleaje, las barcas tumbadas boca abajo, las inmensas caracolas y el color grisáceo del Océano mezclado con la niebla.
Las mujeres que pasaban con sus cestos de pescado en la cabeza, las mariscadoras amaneciendo junto al mar, los percebeiros sobre las rocas. Los temporales que llenaban de espuma las aceras, el mar salpicando en las ventanas. Recordé siempre un mar de leyendas y un graznido de gaviotas constante en mis oídos. El mar del que habla Celso Emilio Ferreiro, Rosalía de Castro o Manuel Rivas.
Llegué a Valencia en una noche de septiembre de hace ya varios años. Mi sensación, a pesar de que dicen que el gallego nunca deja su tierra atrás, fue también la de haber llegado a casa. A mi otra casa, a la casa de la luz, la casa de la alegría, de la creatividad, de los amaneceres de la Malvarrosa, del susurro de las palmeras, de los cielos índigo del verano con las sillas a las puertas de las casas, a la embriagadora tierra del azahar, de los anegados campos de arroz y de las barracas perdidas por los huertos dorados de las tardes.
Información original: La Voz de Galicia
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